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Una cuestión de honor

Ya amanecía, el gallo cantaba su solo prolongado como todas las mañanas. La granja despertaba de su sueño, un sueño lleno de murmullos, de labores de campo y de secretos.
Don Tadeo con su humeante taza de café pensaba en el pasado, en su mujer y en su hija, ambas ya muertas. Pensaba en aquella niña, la niña de sus ojos, tan alegre, tan risueña y hermosa. Aquella niña que un día se hizo mujer y que a los dos años de la muerte de su madre le dejó solo, llenando de vergüenza su vida, humillándolo frente a todo el pueblo.
Hacia quince años que ella se había ido del pueblo, quince años que el viejo se llenó de rencor y de odio. Dejó la taza de café y vio como en su mano temblaba la desesperación por el nuevo acontecimiento que llegaba hoy para alterar la tranquilidad de su vida. Una llamada telefónica fue el aviso de la llegada de un nieto que él no sabia que existía, que él no sabia que tendría que cuidar. Él era el único pariente directo, o lo recibía o el niño iría a parar a una institución del gobierno. Se negó a la primera, pero llamadas sucesivas le obligaron a aceptar por lo menos verlo, firmar unos papeles y devolverlo por donde había venido.
Se enteró que un par de meses atrás su hija, su única hija, había muerto en un accidente. Muerta. Y sabiéndolo solo le dio cabida a su honor y orgullo mancillado y no al dolor de padre. Porque él, Don Tadeo era el granjero más honesto y orgulloso, el más recto. El luchador por la moral. Y ni la muerte de una hija le doblegaría. Ella murió desde aquel día que le dejo preso de la vergüenza; ese día murió para él.

El viejo granjero estrujaba sus recuerdos con su rencor, pensando con frustración y rabia:

- Ella lo enfrentó todo, el que dirán, mi autoridad, el recuerdo de su madre, todo lo enfrentó…Pasando por encima de la familia y de Dios.


Así pensaba el viejo con indignación por aquellos recuerdos brotados al amparo de una taza de café. Por el momento, por el acontecimiento que ese día se presentaba.

- Tengo que ser fuerte como nunca. Ahora viene ese niño sin padre, nacido del pecado a echarme en cara toda esa vergüenza.

El reloj daba la hora en punto y terminando su café, el viejo granjero se encaminó al pueblo. En el pueblo se sabía todo, pero todos callaban, nadie osaba contradecir al pilar fundamental del honor que era Don Tadeo. Recto como una estaca, rencoroso, duro como la tierra que labraba.
Por la estrecha calle que va a para a la Iglesia de Todos los Santos, se le vio pasar, hablando para si, rememorando aquellas cartas que de tanto en tanto recibía de su hija; cartas que nunca contestó. Cartas que tal vez explicaban como es que tenia un nieto, cartas que quemo sin abrir.
Un nieto, un niño de siete años que había nacido por inseminación artificial, como si fuera una de esa ovejas modernas. Algo que le costó digerir cuando se lo soltaron en aquella llamada telefónica que aún estaba maldiciendo. ¿Qué clase de amor lleva a eso? ¿Qué sentía mi hija, Dios?
Y le llegó el recuerdo del amor por su mujer, el que sintió con tanta fuerza. Del amor por las faenas que juntos realizaban en la granja cada mañana, de cuando llegó su retoño, cuando comenzó a caminar y de la primera vez que le dijo papá…
¿Sería algo así, alto tan hermoso como eso?

- ¿Hermoso? ¡Bah! Que saben estas gentes de lo que es hermoso. Cometió un pecado y ahora ese niño viene a restregármelo en la cara.

Llegó a la estación de gasolina donde paraba el autobús que viene de la ciudad diariamente y sentándose en el banco verde de la estación se puso a esperar. Su sombrero a un lado y en sus manos la intranquilidad. A lo lejos se divisaba un hombre cargado con un fardo, un grupo esperaba en una esquina el mismo autobús. El hombre del fardo venia directo hacia Don Tadeo. El hombre le sonrió con deferencia y le saludo:

- Buenas, Don Tadeo.
- Ya está, -se dijo así mismo el viejo- el tonto del pueblo viene a ver que coño hago yo aquí esperando.
- Aquí en lo mío, ni más ni menos –dijo Don Tadeo.
- ¿Qué tal, le llega el nieto, no? – fue la contesta del hombre.

Los ojos del viejo se agrandaron por la sorpresa y apenas pudo contenerse para no levantarse y darle dos bofetadas bien dadas por impertinente. Pero como coño se había enterado…

- Se puede saber como te atreves a decirme eso, pedazo de imbecil
- Sin ofensas Don Tadeo. No se ponga ansí, todo el pueblo lo sabe mi Don…¿sigue con su rencor? Eso es más tonto de lo que yo puedo ser. No se da de cuenta que ese niño será su salvación. Mi Diosito perdona ¿Por que usted no? Déle a ese niño el amor que no supo darle a su hija…
- Mira carajo, te me vas y me dejas solo. No eres nadie, nadie para decirme que hago con mi vida. Ella jamás me pidió perdón, jamás vino a verme. Se regodeo en su locura, nunca quiso arrepentirse. Ese pecado esta ahí y ella ha muerto. Punto en boca y se acabó.


El pobre hombre agarró su fardo y siguió su camino, era mejor dejar las cosas así y no levantar la animadversión del viejo sopenco y no molestarle más. Ya estaba el viejo bastante jodido con su propia alma y su intolerancia.
Que estúpida podía ser la gente y me llaman tonto a mi… Se decía entre dientes mientras se alejaba de la estación.

Don Tadeo con más rabia que nunca se indignaba cada vez más porque el pueblo ya sabia lo que sucedería.
El pueblo lo sabía, el pueblo recordaría que su hija se fue con otra mujer, que no fue con un hombre.
Su hija, su niña, era una de esas y tuvo un hijo de una manera rara y se había matado en un accidente con su pareja y ese niño le traía todo eso aquí, a sus propias narices, a su pueblo, a su granja, a su corazón…En su alma se clavaban como astillas, la vergüenza, el rencor, el odio, pero en el fondo, tal vez muy en el fondo, una lucecita de esperanza comenzaba a brillar para su muerte en vida. Brillaba con ganas de hacerse más y más grande.

- ¿Cómo será ese niño? Tal vez se parezca a ella o a mi.
- Y al pensar en esto se medio sonrió-
- Yo también amé – se dijo – Ella amó, no como yo lo entiendo, es verdad, pero amó.

Más, de nuevo la mascara de piedra apareció en su semblante.

- No señor, donde quedaría mi honor y mi orgullo si acepto a ese niño aquí…

El autobús, raro en él, llegó puntual. De su puerta bajaron viejas con paquetes, muchachos bulliciosos con mochilas y una monjita diminuta con cara de pocos amigos que se apeo con un niño rubio como de siete años de la mano. Al instante le reconoció, y como un brinco sintió en el corazón. Don Tadeo se levantó como un resorte del banco y se enfiló hasta llegar a ellos. La monjita le vio y se mal encaro aun más, ya sabía por donde venía el viejo desalmado ese.

Bajando la cabeza el viejo miró la cara del niño, el niño alzando la cabeza miró directo a los ojos del viejo…Una mirada dura el uno, una mirada profunda y llena de tristeza, pero también de esperanza el otro…

- ¿Abuelo?

Pestañeo el viejo, suspiró…Y aquel primer ¡papá! resonó en sus recuerdos. Aquel rostro de rubio cabello que fue su hija volvió a su corazón…El dolor que tragó día a día durante quince años por no tenerla, por no verla más, la rabia que fue rencor por perderla para siempre, llegó de golpe con ese… “ Abuelo”
Se quebró el aire con un suspiro, aquel pueblo se paralizó, los que estaban allí miraban la escena expectantes.

El niño soltó la mano de la monja y extendiendo el brazo toco la del viejo. Tembló un instante, se abrió la manaza del viejo granjero y se cerró sobre la del pequeño. Volvieron a mirase a los ojos francamente, y francamente, dos soledades en un instante se unieron para siempre…

Ya nunca más la letanía del honor y del orgullo se repetirá para el viejo, se había apagado como se apaga una llama sin oxigeno. Él, que había amargado su vida, ahora sentía que algo se abría; que algo le liberaba. Algo que nunca supo hacer, que nunca hizo y que ahora viendo esos ojos, sus propios ojos pudo hacer. Expulsó una lágrima , que corrió por las arrugas de aquel pobre viejo y levantando al chiquillo lo abrazo como nunca había abrazado en su vida. Y por fin se permitió lo que todo hombre se debe permitir. Pidió perdón al oído de su nieto, el nieto tocando con su mano el rostro de su abuelo le sonrió y entonces…el viejo sintió el perdón y a sí mismo se pudo perdonar…

Carlos Alfonso Rodriguez

Escrito en:
Caracas 14 de octubre de 1999